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Mis vivencias estudiantiles en Cartagena: Faustino de la Ossa

Tenía 12 años recién cumplidos el día que mi padre me llevó a vivir a la casa de Felipe Pérez, su socio comercial en el negocio de enviar ganado gordo a Cartagena. El año anterior había estudiado en el seminario Menor San Juan Eudes de esa misma ciudad, donde a los 6 meses fui expulsado sin vacilaciones porque rompí los reglamentos de la institución, azuzado seguramente por muchachos mayores que se valieron de la inocencia de un niño de 11 años desprovisto de cualquier maldad.

El día que me fui de Sincé lloré inconsolablemente en el camino y pensando que era tal vez un viaje sin pronto retorno, me angustiaba la idea de quedarme viviendo en una casa extraña y con gente que ni siquiera conocía. Hicimos la primera estación en el Carmen de Bolívar y aprovechamos la parada para almorzar y revisar el estado de las vacas gordas que se resbalaban en la carrocería del camión que Don Fausto, mi padre, había comprado para su negocio. Yo observaba mi baúl grande que iba montado y amarrado encima de la cabina, me llamaba profundamente la atención su color caoba marcado con mis iniciales pintadas de blanco en la parte superior que le servía de tapa.

Mamá Eve (Q.E.P.D.), la tía que me crió cuando apenas tenía un día de nacido y que ha sido junto con mi madre biológica la mujer más importante de mi vida, tenía una máquina Singer de pedal donde ella misma me cocía la ropa, “aquí tienes tantos pantalones y tantas camisas”, -me decía-, “éstos son para diario y éstos para pontificar”, todos eran de dril y popelina, apenas 2 de dacrón y seda.

Era costumbre de los papás en esa época infundirle a los hijos respeto y obediencia por las personas mayores, además agradecían sagradamente a cualquier particular, los regaños y correcciones disciplinarias sin importar lo drásticas que éstas fueran,  el mío, le dio órdenes al que pudo para que me regañara y me pegara sin contemplaciones. A mí  en Cartagena me pegó todo el que quiso.

El día que me llevó donde Felipe, demoró media hora agradeciéndole anticipadamente los castigos y correazos que me pudiese dar. Ya bien avanzada la tarde cuando retomó con Canchila el conductor, el camino de regreso y yo pensé que todo se desarrollaría dentro de un ambiente familiar, mi nuevo acudiente ejerció esa noche por primera vez la autoridad de la cual don Fausto lo dejó investido y sin ningún sentimiento de culpa, me pidió que me quedara quieto porque me iba a dar la primera limpia, después que se cansó de darme con un cinturón ancho de cuero negro, me dijo con desparpajo y en tono amenazante “¡y eso que no me has hecho nada, hazme algo para que veas tú!”; afortunadamente asimilé con valentía infantil todo cuanto pude y nunca quedé traumatizado. Años más tarde le agradecí las enseñanzas que me sirvieron para ser un hombre íntegro en la vida, lo quise como un padre, fue un señor correcto, ejemplar, inteligente. Sus 4 hijos y yo éramos contemporáneos y nos criamos como hermanos, nunca tuvo reparos conmigo, a todos nos daba por igual, después arreglaba las cuentas con su socio.

A veces tenía ocurrencias extrañas y extravagantes que me dejaban atónito, recuerdo el día que se presentó a la casa, con dos Géneros  de terlenka de 50 metros cada uno, una tela inflamable que se encogía hasta la rodilla con el calor de la primera planchada y se derretía hasta consumirse casi toda con una sola chispita de candela. Acababa de comprarlos baratos en una subasta que hizo un barco chino que estaba atracado hacia una semana en el terminal marítimo de Cartagena, un rollo era para camisa y el otro para pantalón. Cuando todos pensábamos que eran ajenos o se trataba de un encargo o negocio con alguien, nos sorprendió al día siguiente llevándonos a la casa del sastre de su confianza, quien con metro en mano nos tomó las medidas y procedió a cumplir la orden de hacernos 8 pantalones y 8 camisas para cada uno. La hermana del sastre vivía en la casa contigua y fue la encargada de hacer las 40 marquillas con el nombre de, Álvaro, Pacho, Alfonso, Jairo y Faustino, y a pesar de tener todas las piezas identificadas con el nombre de cada uno, nunca nos faltaron las penurias para buscarlas y guardarlas dentro de la pila de ropa que llevaba semanalmente Margoth, la señora que lavaba y planchaba.

La dificultad más grande que tuvimos con el nuevo atuendo, fue la primera ida al Fernández Baena, nuestro colegio. El día que estrenamos la ropa y cuando aún no dimensionábamos la magnitud de la burla colectiva que podíamos generar en toda la institución, nos dispusimos a salir juntos en una hora pico, cuando se aglomeraba el mayor número de alumnos a la entrada del plantel, parecíamos unas cocadas o gallinetas vestidos con la misma pinta. Fue tan grande la silbatina que decidimos en los días sucesivos, salir de la casa con intervalos de 3 y 4 minutos.

Mi papá jamás fue a mi colegio, solo se limitaba a recibir los informes escolares que Felipe le presentaba, en una ocasión le mostró mi boletín de calificaciones donde había perdido religión y había sacado 5 o excelente en educación física, como religión aparecía con el nombre de Educación Religiosa y Moral, le dijo a Don Fausto que yo había perdido hasta la Moral y que el berroche y el corrincho, apelativos que él le ponía a la  otra materia, nunca lo había perdido.

Un lunes cualquiera Pacho Fernández, prefecto de disciplina, resolvió expulsar a todo el salón, porque el viernes por la tarde aprovechando 2 horas libres que teníamos a final de la jornada, nos volamos del colegio y nos fuimos a jugar billar en el “Bar La Calandria” del barrio El Bosque. La condición que puso después para aceptar nuestro reintegro ese mismo lunes, fue presentarnos con el acudiente antes de las 12 p.m. Siempre tuve claro que el mío  no lo podía llevar porque era capaz de darme una limpia delante de todos mis compañeros. Esperé pacientemente y faltando menos de una hora para cumplirse el plazo, pasó un señor vendiendo verduras en una carretilla y aprovechando que el prefecto no conocía a don Fausto, le propuse al carretillero darle una propina para que se hiciera pasar por él y atendiera algunas quejas que le pondría. Luego de escuchar en silencio todo lo que le dijo acerca de mi comportamiento, procedió a ejercer su papel de progenitor propinándome tremenda golpiza a  peso de puños y sombrerazos, no sin antes gritarle con rabia fingida, “así es tambien con la mae en la casa, déjelo esta semana y la otra sin almuerzo”. Me llené de mucha soberbia y 10 minutos más tarde cuando sonó la campana, salí a buscarlo para reclamarle su incumplimiento en el pacto que habíamos hecho, pero ya se había marchado del lugar.

En adelante, los actos sucesivos de indisciplina traté de resolverlos yo mismo como pude, pensando siempre en los regaños y surimbas que podía recibir. Pasados tres o cuatro años, ya en las postrimerías del bachillerato, Milton, un primo de los Pérez, me regaló un talonario de recetas en blanco, que le había robado al doctor Oscar Primera, su padre, y que me tenía guardado desde hacía algunos meses. Corrió rápido la bola en el colegio que yo podía con una excusa médica resolver las faltas de asistencia que habían acumulado mis compañeros durante el año. Como no fui capaz de negarme nunca a ayudar al que requería de alguna, se agotaron pronto, solo me restaba una, la que guardé celosamente para justificar mi ida a Sincé el 8 de septiembre, día de la Virgen del Socorro, pero me faltaba otra para amparar los 5 días de toros, y angustiado por la premura del tiempo se me ocurrió la torpe idea de acumular todos los días en el único ejemplar que me quedaba, “El suscrito médico certifica que el joven Faustino De la Ossa dejó de asistir los días 7, 8 y 9 de septiembre por razones de enfermedad y que seguirá enfermo durante los días: 12, 13, 14, 15 y 16 de septiembre, Atentamente, Firma. Esto me ocasionó la expulsión inmediata del colegio y tuve que hacer el sexto de bachillerato en el Gimnasio Bolívar.

Así eran las travesuras de los muchachos de antes.

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