Por: Faustino De la Ossa Pineda

Corrían los primeros días de febrero de 1971 cuando recibí la noticia más agradable y reconfortante de mi vida, había llegado un nuevo grupo de estudiantes sinceanos a engrosar el pelotón de internos del colegio Fernández Baena de Cartagena. Cuatro muchachos de mi edad acabarían sin duda alguna con la tediosa cotidianidad que me envolvía en una soledad aterradora y que estaba a punto de acabar conmigo, Pepe Luís y Víctor Juan De la Ossa, Mario Doria, más conocido como Mario Chiripa y Edgar Ucrós. Víctor Juan, el más juicioso de los cuatro, no comulgó nunca con el camino bohemio que eligieron los otros, indubitablemente de los tres que quedaron del grupo había un líder, un joven inteligente, sagaz, que venía de otra escuela conformada también por jóvenes de buenas familias, pero avispados y experimentados en maldades de pelaos, a quiénes les aprendió sin reticencias todo el bagaje que habían acumulado durante los dos años anteriores. Mario Chiripa, como le decimos sus amigos cariñosamente, asimiló y fortaleció ese liderazgo en el colegio La Esperanza de Cartagena y lo implementó con lujos de detalles en el Fernández Baena, donde encontró los condiscípulos que no tuvieron inconveniente en digerir todo ese cúmulo de conocimientos que él mismo sabiamente les transmitía.

Chiripa no fue mejor estudiante porque no se lo propuso, nunca tuvo disciplina pero sabía de todo, leía todo lo que se encontraba, en conocimientos de deportes nadie se lo ganaba, le gustaba la historia y la cultura general, ventaja que tenía sobre sus coterráneos Pepe y Edgar, quienes a pesar de ser un poco más académicos y disciplinados, se limitaban a estudiar simplemente lo que tenían que estudiar.

Lo más inverosímil de estos mosqueteros fue su marcada inclinación por algunos procederes, que no hubiesen tenido cabida en la contemporaneidad de 3 quinceañeros criados en un marco de buenas costumbres. Ellos no tomaban ron con gente de su edad, más bien se citaban en la casa de algunos personajes enigmáticos y extraños, como Joaquín Flórez, un señor octogenario que hablaba ronco, que echaba un montón de mentiras y que pronto se habría de convertir en un ídolo para ellos mismos, “cara e’ loro”, otro octogenario que se ganó el respeto y admiración de los muchachos, por su complacencia musical, ciñéndose estrictamente a colocar en su cantina ron frío y música de Enrique Díaz, Víctor Ricardo con su famoso bar “ el atracadero” y “Julio Pomada”, el único sobreviviente de esa corchada, quien conjuntamente con tres o cuatro viejos más de la época, conformaron la famosa nómina de cantineros exclusivos que además de complacientes, nunca les falto en su inventario de muebles, sillas y taburetes canillones con espaldares a la altura del cogote, donde después de cada sancocho, dormían y despertaban plácidamente, hasta reposar las habituales peas, durante los 3 ó 4 días de acuartelamiento de primer grado en la cantina de turno, ni siquiera novia tenían en ese momento solo les interesaba el ron. Pepe fue el primero que rompió la regla enamorándose de una de las niñas más lindas y respetadas del pueblo, me consta que ella trató en varias ocasiones de aislarlo de ese oscuro mundo etílico pero todo fue infructuoso y nada se pudo hacer, ganaron los mosqueteros que lucharon unidos por un solo objetivo, no dejarse quitar el ron.

Como yo era estudiante externo, recuerdo que una tarde les llevé el LP de los hermanos López con Jorge Oñate, llamado “Reyes Vallenatos”, donde estaba: Tiempos de la cometa, recordando mi niñez y Beatriz Elena, la canción que más le gustaba a Pepe, además tenía una vitrola Venezolana que trabajaba con 6 pilas grandes, la misma que nos sirvió para estrenar el disco, en la mitad del campo de fútbol de nuestro colegio… tiempos aquellos!

Cartagena por su cercanía a Sincé, se convirtió pronto en el destino preferido por los padres de familia que retrataban a sus hijos labrándose un futuro promisorio lleno de triunfos y buenas relaciones, hubo madres que alcanzaron a rayar en el límite de la “factedá”, pretendiendo quizás que sus pelaos adolescentes regresarían al pueblo convertidos en adalides de la diplomacia, pero no fue así, ellos sorprendieron a sus progenitoras no con la traída de jóvenes con apellidos de abolengos cartageneros, sino con la visita extraña de un guajiro que trajeron a Sincé y que no medía más de 1.40 de estatura, parecía un enano de circo con rasgos indígenas tan pronunciados, que más que admiración de madres lo que ocasionó en ellas fue pena, impotencia, estupor y decepción. La única cualidad que primó para que el indígena Luís Eduardo Pinto Ojeda, más conocido como “LEPO” o “el gordo del cacaito” se ganara el cariño y el respeto de estos tres sinceanos, fue su marcada adicción por el trago y la música bajera. Fue tan notorio el malestar que generó en estas tres señoras el desorden de sus hijos por el vicio del ron, que no tardaron mucho tiempo en endilgarle la culpa de este fiasco, a ese grupo de cantineros sinvergüenzas que frustraron según ellas, el potencial que pudo haber tenido cada uno de estos tres adolescentes, un científico de la talla de Manuel Elkin Patarroyo, o por qué no, un Gabriel García Márquez, o un magistrado de las altas Cortes.

Prosiguieron sin reservas su camino roneril, respaldados por amigos mayores como el Popo Tamara, que fue convirtiéndose con el transcurrir del tiempo, en un icono, un norte, seguramente por su juventud, su independencia económica que ya tenía en esa época, su afición por los caballos de garrocha, los toros bravos y el mismo ron.

A pesar de haber departido algunas veces con ellos, reconozco con valor que nunca tuve la misma capacidad hepática, para digerir sin problemas los volúmenes de alcohol que ellos podían consumir en una semana de parranda. Los acompañe en contadas ocasiones, porque me gustaba escucharlos cantar borrachos y repetir las mentiras que le aprendieron a Joaquin Florez.

A Pepe, que Dios lo tenga en su santo reino y a Chiripa y a Edgar, que les de larga vida.

 

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