Querida maestra:

Carta Ganadora Concurso “Carta a mi Maestra(o)” de la editorial Magisterio
Tal vez no me recuerde y no la culpo. Yo era uno más del montón de niños que llegaban a la escuela en esa época de los ochentas donde me tocó vivir. Mi nombre es Freddy, era uno de sus alumnos más pilosos, de esos que van bien peinados por su mamá a la escuela, con los zapatos limpios y el uniforme oloroso a detergente de limón. Nunca recuerdo que me haya regañado, castigado o golpeado (como era costumbre en esos años). Era usted una madre joven, vigorosa, un tanto enjuta de carnes y con una fama de “brava” que era la comidilla general entre los muchachos de aquel colegio de salones mal pintados y tejas rotas. Cuando mi papá me llevo a matricularme, dos chicos que estaban castigados en la rectoría, me aseguraron, que usted tenía entre su arsenal pedagógico, una pesada regla de madera que ajuiciaba al niño más díscolo.
Así le conocí, tres meses después de haber iniciado el año escolar de 1988, porque estaba incapacitado a raíz de un accidente que me valió un brazo roto y dieciocho puntos de sutura en la pierna derecha y que comencé a lucir orgulloso desde entonces, cual trofeo de guerra. Era grado tercero y la primera clase que orientó fue sobre números romanos. Entendí. Era un tema fácil para mí. Un gran logro para alguien que llego de últimas! Así vinieron otros temas y otras clases más, hasta que la multiplicación por dos cifras me hizo llorar ante el tablero y fui víctima de la risa burlona del grupo, que por vez primera me veía fallar. Usted se acercó y me consoló: “No llores. Tú eres un niño inteligente”.
Un lluvioso día en el que el frío calaba hasta los huesos, nos pidió que escribiéramos un cuento y aunque no lo recuerdo bien, el mío trataba acerca de princesas, un príncipe y un castillo localizado en algún rincón indómito de mi imaginación. La miré mientras lo leía y vi cómo se le iluminaba la cara con la lectura. La vi mirarme con especial alegría y casi que saltar de su escritorio para ir donde la profe del salón vecino a mostrarle mi creación. Ese día supe, querida maestra, que mi vida estaría relacionada con el hecho de escribir de esa forma: buscando siempre la reacción sorprendente en quien me lea.
Mi Profe: Le he visto un par de veces desde entonces y aunque usted no recuerde aún mi nombre, (reitero que no la culpo) la última vez que nos vimos me llamo “mi querido pupilo”. Y sí, sigo siendo su pupilo, el mismo a quien le asustaban las operaciones matemáticas, pero que aún hoy día se pierde, sin remedio, en los reinos inexplorados de la imaginación cuando escribe.
Le envío un afectuoso abrazo, así como el que me dio ese día: un abrazo que tenga el poder de cobijarla ante los ataques y vicisitudes de la existencia misma.
Con cariño
Freddy, su pupilo.