Una Travesía hacia Sincé (Escrito)
Por: Alberto Alvarez de la Ossa
I
Luego del aguacero feroz que dejaba la tierra de las calles seca, en esa época aún sin pavimentar, tan seca que sobresalían las piedras; íbamos al “trébol” el legendario pozo de Sincé “a buscar pescados”, pues luego de la fuerte lluvia el pozo rebosaba y el agua salía a borbotones cuesta abajo por la calle de “la bodega”.
Aquel día un salto en el pecho me interrumpió por la impresión de ver una “mojarra” muy grande brincando a una orilla de la calle donde el agua empezaba a escurrir; fue tan grande la emoción que me quedé un momento absorto observándola hasta que llegaron mi primo y unos amigos, entonces tuve el valor para recogerla y ponerla en un tarro lleno de agua. Era mi hazaña del día, luego la llevaría a mi casa y la metería en el tanque del agua hasta donde le alcanzara la vida al pez para estar lejos de su oasis.
Este era uno de los tantos pensamientos que me asaltaban en medio de la noche, muchos años después ya lejos del solar de origen, en donde todas las añoranzas de esas épocas afloraban a flor de piel.
Me había obsesionado con regresar a Sincé desde hacía mucho, pero me encontraba muy lejos del terruño anhelado, ataviado por las muchas ocupaciones que apremiaban, hasta una tarde gris en que me informaron sin más ni menos que mis servicios laborales habían culminado; antes que ponerme triste, esta situación fue un aliciente para disponerme a planear el viaje de regreso. El trabajo que tenía no era muy bueno, vivía en una pensión barata y tenía que costearme las comidas por mi cuenta, recuerdo que en esa época estaba bastante delgado. Una de esas tantas noches cuando el dinero aún no había llegado, me dirigí a la cocina a tomar agua para así “distraer las tripas” que tenían un alborozo y divisé al otro lado de la habitación una reunión y algunas risas y estrépitos. En ese instante recordé las épocas de niño cuando mi padre venía de viaje después de permanecer varios meses fuera de casa, y de cómo la casa se llenaba de melones, patillas, bultos de yuca, ñame, papas y el fresco olor a naranjas que penetraba toda la casa desde la entrada hasta pasar por la puerta falsa que daba al patio.
Entonces la vida era fácil, no era más que bañarse a las 4 de la tarde e ir a jugar futbol en un playón con un incipiente pasto al que llamábamos “el campo”, lo que hoy conocemos como “el estadio las candelillas” y de regreso quedarse en la tienda de la “niña vero” comiendo chicha con galletas “jacta mulo”…
Regresé a mi cuarto tratando de sopesar el dolor de estómago causado por la falta de ingesta, pensando en que lo que haría al día siguiente sería pedir un adelanto en el trabajo para equilibrar los días que faltaban para terminar el mes hasta el nuevo pago. Cuando ya estaba resignado para dormirme famélico, un fuerte golpe hizo chirriar la vieja madera de la puerta, al asomarme encontré a la hija de la familia donde estaba quedándome, con un gran pedazo de torta y un vaso de refresco.
– Para tí, me dijo… te lo manda mi mamá por el cumpleaños de mi tío Ernesto.
Gracias asentí y de un tajo cerré la puerta y me dispuse a comer aquella sencilla comida que a mi parecer fue el mejor manjar que había probado en muchos días. Dios no abandona a sus files decía mi abuela.. Alma bendita.
Al regresar años más tarde me di cuenta que todo aquello que aún recordaba había desaparecido. Ahora el bullicio es insoportable, demasiado ruido en el pueblo y lo que se ve por las calles son muchos parásitos comiéndose el mundo a pedazos, la mansedad de la tierra en antaño se había esfumado, ahora la inocencia estaba perdida y el remanso de paz que me acogió en la tranquila niñez, estaba llegando a su fin.
El viaje
600 kilómetros de carretera me separaban de mi pueblo natal, esa mañana como haciendo un ritual me levanté mas temprano que de costumbre y alisté un morral del tipo que usan los alpinistas, en el que arrumé todo lo que pude, inclusive algunas ollas tiznadas que conservaba por si se ofrecía cocinar algo en cualquier momento. Atrás quedaban mi habitación que parecía sacada de un hotel de mala muerte, una novia a la que nunca visitaba y un trabajo al que hasta este instante me había dado cuenta que odiaba profundamente.
Reflexioné un poco y pensé cómo muchas personas se pasan la vida en una especie de rutina cíclica, haciendo por años de “hámster encerrado en su mecanismo de rueda”, sobre todo en las grandes ciudades donde hay personas que ni siquiera han salido del barrio donde viven. Cuando la vida en realidad debería ser un gran cumulo de aventuras por todos los paisajes en donde sea posible recorrer.
Al salir en el bus colectivo que me llevaría hasta la terminal de transporte advertí una ciudad gris y egoísta, una jungla de cemento abarrotada de casas hechas de mala fe, para tener prisioneros a los soldados útiles del sistema.
En cada rostro advertía la rabia y la desesperación del día a día, donde solo vence el más poderoso y donde la opresión está por encima de las nobles proezas de nuestros antepasados.
A fin de amortiguar un poco esos pensamientos, saqué del moral mi reproductor de música que hacía juego con unos audífonos de un diseño plegable giratorio que ofrecen una experiencia de potencia en el ritmo, gracias a su unidad de diafragma y me dispuse a escuchar algo de música al azar, sonó jump, una canción de la banda Van Halen publicado en el año 1984, en un álbum llamando precisamente de la misma forma. Es irónico que haya salido esa canción, pues la letra habla de una persona que salta desde una ventana para suicidarse, el salto que yo estaba dando en ese momento era para volver a la vida.
El amor por la música especialmente al rock, tuvo gran influencia en parte gracias a esa novia que dejaba atrás y quien siempre estaba escuchando música, según decía porque la música es la sal de la vida. Sabía todo lo que cualquier amante del rock debía saber, conocía más de un millar de bandas de todos los géneros, álbumes, canciones y fechas de lanzamiento. La conocí una fría tarde en que preso de la sed entré en una especie de bar sin advertir que se trataba de uno especializado en rock y pedí una gaseosa a lo que ella dijo como burlándose, “aquí lo menos que se vende es cerveza”, miré para saber quien había dicho tal cosa y fue amor a primera vista. Me encandilaron sus grandes ojos azules en los que me ahogué desde ese mismo instante.
II
Una pincela verde adornaba las llanuras donde antaño los zenues se paseaban realizando sus faenas diarias. La principal característica de esta tierra es que está rodeado de “bajos”, extensiones de tierra plana bordeada por la majestuosidad del rio zenú que ocupa gran parte del Departamento de Córdoba y desemboca en el mar caribe.
Se dice que su valle está entre los más fértiles del mundo, al lado del Nilo, el Tigris y el Éufrates, de allí que gran parte de sus municipios hayan alcanzado un desarrollo vertiginoso en los últimos lustros. Los bajos son utilizados principalmente para el cultivo de arroz y se extendían a medida que el camino se aletargaba; a lado y lado se levantaban las plantaciones del cereal que alimenta al pueblo, era un gran paisaje y a medida que avanzaba el bolso se iba volviendo más pesado, así que me recosté un rato a la orilla del camino, iban siendo las 5 de la tarde.
Me acerqué a la orilla del rio y mientras me lavaba la cara y los brazos, no pude dejar de notar que algo flotaba muy cerca donde me encontraba, era como un totumo, entonces una fuerte brisa empezó a remolinar las hojas a mi lado y el agua se fue poniendo turbia por el arrullo del viento, miré a todos lados tratando de divisar algo o alguien pero fue inútil; de un momento a otro el totumo se fue tornado de color dorado y se levantó aproximadamente 50 cm del agua, goteando un color verde vivo que se diferenciaba del café de las aguas sinuanas. Despavorido recogí el morral y hui alejándome lo más que pude. Ya en la carretera alcancé a divisar a un anciano que regresaba a su casa luego de una jornada de agricultura. Jadeante como estaba del cansancio lo alcance y le pregunte si se dirigía por ahí cerca a lo que asintió, entonces le pedí si era posible conseguir posada hasta la mañana temprano que yo le pagaría, pues ya eran casi las 7 de la noche y no era muy conveniente quedarse a la intemperie del camino, así que el anciano vaciló un poco y me miró de arriba abajo advirtiendo mi gran morral, el anciano me dijo muy seriamente que me iba a costar dinero, luego dio media vuelta y riendo me advirtió – En el campo, cualquier viajero es bienvenido.
Ya en la comodidad de su choza que compartía con su esposa y un pequeño hijo y al amparo de una taza de aguapanela con galleta “chepacorina” le relate mi osadía a Anastasio y este luego de dar dos grandes sorbos a su tabaco humeante y de analizar cada palabra, procedió a darme su opinión con la parsimonia de un médico al momento de diagnosticar. – Ombe lo que viste fue el totumo de Domicó escupió… Y me contó la leyenda del gran indio Zenú llamado Domicó quien fuera el portador del fruto sagrado que se formó del interior de rio, saliendo de un hilo de agua y que más tarde le fue arrebatado por los dioses como castigo a su malicia.
A la mañana siguiente luego de tomarme una totumada de café caliente y dos pedazos de panela, saqué de mi dril algo de dinero y le alargué la mano a Anastasio agradeciendo su hospitalidad, este sonriendo no lo quiso aceptar, pero yo insistí y se lo entregué a su mujer, al dar la vuelta advertí al hijo de Anastasio mirándome fijamente como rompiendo el aire con sus destellantes ojos, así que saqué de mi bolsillo algo que había tallado en la noche antes de quedarme dormido. Era una réplica del totumo dorado del indio Domicó.
III
Los caminantes
El sol se tornaba más picante que de costumbre, levanté el gran morral y me dispuse a caminar en el caliente asfalto hacia el horizonte, mas que calor lo que molestaba era el fogaje debido a la cercanía del rio, el clima era bastante seco y pegajoso. A lo lejos los vi, parecían dos zombis tambaleándose de un lado a otro producto del cansancio por los kilómetros recorridos. Coincidimos en una parada al lado del camino, eran paisas y por el estado en que se encontraban debían llevar muchos días caminando sin parar.
Ella llevaba rastas al estilo de los músicos de reggae y estaba bastante delgada para su estatura, estaba roja del inclemente sol y en su nariz brillaba un afiliado piercing que le rodeaba en una de sus fosas nasales, él en cambio más altivo, tenía la pinta de un hippie de los años setenta. Portaban unos tubos largos llenos de todo tipo de manillas elaboradas de forma manual, seguramente en todos los descansos del camino. Un pedazo de pan para ella, con gaseosa caliente.
– parcero tenga me dijo.. alargándome un pedazo de pan y un vasito de gaseosa. Un sorbo me ayudó a socavar el fuego del galillo.
Conversamos largo rato de las trivialidades del viaje y las experiencias que habían acumulado a lo largo de los días que llevaban en la carretera.
– Hermano, salimos hace trece días de “medallo”, y aquí estamos vendiendo en los pueblos lo que llevamos y solo preocupándonos por la comida del día, ha sido una gran experiencia. No lo dudo pensé, este estilo de vida básica y sin preocupaciones debería ser el premio para todo ser humano que se encuentre atrapado dentro de su propia realidad.
Sentada en la verja me dijo ella mirándome profundamente: la ciudad me estaba ahogando, necesitaba salir cuanto antes de allá. Ahora siento que respiro mejor gracias a la pureza del aire, advertí que estaba acomodando las manillitas en el tubo.
a cómo son? le pregunte con la intención de comprarle una en muestra de agradecimiento por la deferencia que habían tenido hacía un rato.
– De todo precio me contestó, escoja la que le guste y arreglamos.
Tomé una tejida con los colores de la bandera etíope que me llamó la atención.
– La cuna del León de judá advirtió ella mientras la soltaba y me la entregaba. – Denos lo que le nazca parce, me comento el compañero.
Les pasé dos mil pesos que tenía, lo único que me acompañaba y les brindé un trago de vino de una botella que llevaba desde que había salido.
Esto si es vida hermano, me dijeron sonriendo mientras tomábamos sorbos de vino a pleno mediodía y con un sol inclemente. Por uno momento nos sentimos como los dueños del mundo.
En toda la tarde mientras caminábamos supe que el joven paisa era un empresario que se había destacado en la industria textil y que hasta hace poco era gerente de una fábrica que ocupa uno de los edificios más altos de la “alpujarra” y que ella era procedente de una familia pudiente del valle de Aburrá, criada en el exclusivo sector de El poblado en Medellín.
Un día se cansaron de las vicisitudes citadinas y fue así como se dieron a la tarea de emprender un viaje fuera de su tierra, solo portando lo que llevaban consigo. El renunció a su cargo, del cual me dijo se sentía como un robot, haciendo lo mismo todos los días, ella prácticamente regaló el apartamento donde vivía, solo llevando consigo la ropa y un morral que llevaba más vacío que lleno.
Un grupo de cotorras revoloteaban alegremente en el aire a eso de las 6 de la tarde, mientras estábamos aparcados en unas escalinatas cerca a una finca adornada por una inmensa cascada, que se desprendía de una gran extensión de tierra tan fina que me recordó por un instante a las calles de mi pueblo. La brisa era fresca y calmaba nuestras quemaduras del sol.
– Esto es la vida, esto es lo que tiene sentido en el mundo y para esto es que deberíamos vivir dijo la paisa mirándome fijamente, admiré sus profundos ojos de un verde tan diáfano que reflejaban el color de las cotorras alborozadas.
El cansancio hizo sus muestras, me recosté y en un momento estaba titiritando de fiebre y escalofríos en todo el cuerpo, me fui quedando dormido y en un instante me encontré en Sincé, era una tarde soleada, las calles apenas abalastradas rodeadas con casas hechas de caña y moñiga de “mierda e vaca”, el piso en la tierra viva, la mayoría con puertas de zinc, en la entrada la hornilla, una especie de troja hecha de caña y rellena de ceniza, sobre la que estaban los tizones humeando a la espera de que los viejos montaran el café de las tres de la tarde. La gente sentada en las puertas de su casa se abanicaban, mientras pasaban por allí los vendedores con sus carretas.
-Los molletes, las pacpichuelas, gritaba el vendedor, ehh véndame dos decía la señora, a mi me vendes uno y quinientos de bolita e leche.
Advertí la presencia de dos niños que corrían a toda velocidad mientras gritaban “cran frijoliao” … “cran frijoliao” y no pude aguantar la carcajada cuando más atrás venía el legendario vendedor de mangos con su carreta, lanzando todo tipo de improperios a los muchachos, mientras amenazaba con lo que iba hacerles cuando los alcanzara.
Y es que así se pasa en mi pueblo, la vida es sencilla, es como si la comarca se hubiera quedado congelada a los embates del tiempo, como si la terquedad de la gente se negara a acabar con la magia milenaria de sus habitantes.
En uno de los tantos patios extensos sembrado con maíz, yuca y ñame se oyen las notas del trombón, en una fuga que nada le tendría que envidiar a un solo de jazz, es el viejo Saulo, afinando su instrumento después de tomarse dos tragos de ñeque puro, bajo las frondas de un ciruelo que hace las veces de aire acondicionado, en el sopor de las 4 de la tarde.
Llego a la casa y en la puerta está “la niña maty” mi abuela, sentada a sus anchas en un mecedor viejo. – Mijo ya comiste me pregunta, “vee por ahí te tengo un guardaito” – los ojos diáfanos y cristalinos me miran como queriéndome abrazar de un tajo. Gracias mamá le contesto yo, échela pa acá, pues ya almorcé pero no importa, todavía tengo hambre. Mientras estaba comiendo, siento que alguien me está moviendo el hombro llamándome la atención, levanto la vista y es la paisa despertándome. Quihubo pues mijo, venga son las 6 de la mañana, ya nosotros vamos a arrancar se queda?.
Salimos los tres bordeando aquel camino ya más cerca del norte, llevábamos 3 días viajando juntos cuando llegamos a una Ye que dividía el camino en dos sentidos; los compañeros de viaje tenían la idea de llegar al Magdalena pues iban a pasar unos días en la sierra nevada de Santa Marta, entonces procedieron a tomar el camino que los llevaría a su destino. Fue el momento de la despedida, luego de los intercambios de datos y teléfonos, muy efusivamente nos prometimos volver a vernos en diciembre ya fuera en tierras antioqueñas o en la extensa sabana sucreña.
La paisa y su amigo se fueron alejando al tiempo que yo absorto contemplaba el camino, a lo lejos la mujer voltea su mirada y sonriéndome extiende la mano como con la promesa de que no me olvidará.
Luego de comer algo, me dispongo a partir y me comienza a embargar un sentimiento cálido de recuerdos que como un torbellino van invadiendo el pensamiento; levanto la vista y veo un cielo más azul que de costumbre adornado por nubes tan blancas como la nieve y surcado por los inmensos goleros que planean como desafiando al tiempo, en una fracción de segundos yo era el que me encontraba planeado desde lo alto.
El estrepitoso frenon de un carro me arrebatan aquel paisaje… y en un instante siento que me acerco más hacía ese azul infinito rodeado de copos blancos, al mirar abajo advierto a un lado de la carretera el gran morral desparramado con las cosas que llevaba, y cómo la gente comienza a agolparse para ver al “muñeco” al lado de la carretera. Me faltaban 117 kilómetros para llegar a mi destino. Ahora que lo recuerdo me parecía que ese día iba llorando.
Sincelejo (Sucre) 29 julio de 2020
“No pude convertirme en nada: ni en bueno ni en malo, ni en un sinvergüenza ni en un hombre honesto, ni en héroe ni en insecto. Y ahora estoy alargando mis días en mi esquina, torturándome con el amargo e inútil consuelo de que un hombre inteligente no puede convertirse seriamente en nada; de que tan sólo un idiota puede convertirse en algo”.
Fiodor Dostoievski, Memorias del subsuelo
Sobre el Autor:
Alberto Alvarez de la Ossa, vive en el barrio la ceja, en los mas alto de la calle de la factedá, es Administrador Público de profesión, apasionado por la música, admirador de la literatura y las costumbres de nuestra región, especialmente las de su terruño Sincé.