Centellas
Por: Mariano de la Ossa Iriarte
Era una noche tempestuosa y fría la de aquel domingo de julio de 19… en que la lluvia caía copiosamente sobre la ciudad formando unas tumultuosas corrientes de aguas turbias que afluían con suma rapidez hacia el gran río, estrellándose violentamente contra los muros de las esquinas, arrastrando a su paso montañas de basuras que se diseminaban a lo largo y ancho de la calzada.
Maribel Aponte se levantó distraída de su regazo, después de un corto, se dirigió a la ventana de la entrada principal bamboleando su esbelta y escultural figura e inspeccionó ambos lados de la calle abriendo el póstigo con cuidado. “Se lo habrá llevado el arroyo”, pensó, refiriéndose a Karnalovic, su marido, quien no había regresado a casa al momento de ella acostarse. Cerró nuevamente el póstigo con la delicadeza de sus manos blancas, se dirigió hacia una nevera que había en la cocina, sin perder el sentido ornamental que le daban sus pasos, y se atragantó de un sólo sorbo el agua helada que había de cristal que tenía hermosamente dibujados los colores de EL ARCO IRIS.
Minutos después, Maribel Aponte se encaminó hacia una poltrona que había en la sala,a un costado de la puerta de la calle, y se sentó a esperar la llegada de Karnalovic. Allí, en la poltrona, y como si estuviera contando una a una las gotas de agua lluvia que caían como granizos en el techo de la casa, Maribel Aponte concentraba momentáneamente su mirada en el retrato de uno de sus hijos que yacía colgado en la pared, al tiempo que recordaba con nostalgia aquel glorioso día en que vio por primera vez a Nicolaz Karnalovic.
Después llegó la media noche, y, allá, en el firmamento, el violento choque de las nubes entre sí producía unas centellas gigantescas cuya luz pérfida y fulgurante penetraba por la rendija de la puerta e iluminaba el espacio que comprendía la sala y el comedor.
Instantes después, vencida por el sueño y la fatiga, Maribel Aponte decidió regresar a su alcoba, pero cuando llegó allí notó que Karnalovic dormía profundamente en su lecho , arropado de pies a cabeza con una hermosa sábana blanca. Ella lo contempló con los ojos verdes que adornaban su cara angelical, y se acostó en la cama con sumo cuidado para no despertarlo, arropando su lindo cuerpo con una finísima sabana gris y durmió plácidamente hasta el amanecer, hasta que el canto matutino de los pájaros le anunciara la llegada de las seis de la mañana.